El ser humano no puede vivir sin amor. Sólo el amor colma de sentido las aspiraciones más profundas de la persona. Viviendo la dinámica del amor, el hombre se encuentra consigo mismo, descubre la excelencia de su dignidad, lo extraordinario de su vocación a ser libre y la grandeza de su humanidad (Redemptor hominis 10).
Es en el encuentro personal con el Señor Jesús donde la persona percibe plenamente qué es el amor. Optar por el Hijo de Santa María es optar por el amor, porque Él mismo es Amor (1Jn 4, 8; 1Jn 4, 16), y nos enseña a amar de verdad, con toda la radicalidad que ello implica, con ese amor que no conoce medida, que llega al extremo de dar lo más preciado, como puede ser la propia vida (Jn 15, 13).
La opción por quien es Señor de la Vida y del Amor nos muestra, asimismo, la profundidad de nuestra propia realidad. En efecto, en aquella aspiración a vivir el encuentro personalizante con el Tú divino, descubrimos una análoga aspiración de apertura fraterna hacia nuestros hermanos humanos.
"Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12). Estas palabras del Señor Jesús nos invitan a recorrer el camino del amor al hermano. Amar como Cristo nos amó es abrirse al dinamismo del amor, que desde nuestra propia realidad se prolonga hacia los hermanos humanos.
No puede existir auténtico amor humano si no es alentado por el Espíritu del Señor. Sólo Él nos revela la hondura y la intensidad del amor, así como el horizonte de la exigencia que su vivencia implica.
LA SOLIDARIDAD, UNA EXIGENCIA DE AMOR
Vivimos en un mundo donde el amor se ha desvirtuado, en una sociedad donde la manipulación del lenguaje y la cultura de muerte han vaciado al amor de su verdadero significado, convirtiéndolo en una triste caricatura. Sin embargo, la nostalgia por el auténtico amor no sólo no desaparece, sino que se acrecienta cada vez más. Se hace pues urgente profundizar en la dinámica del amor y vivir con radicalidad sus alcances.
La vida cristiana es fe que se expresa en lo concreto, en lo real, y no de abstracciones o quimeras. La solidaridad es una manera concreta de vivir el amor al que apunta la fe. No se trata de un sentimiento superficial por los males que aquejan a muchas personas, ni de una mera compasión, puramente exterior. Para todo aquel que aspira a vivir hasta las últimas consecuencias su vocación de hijo de María, la solidaridad es un proyecto de vida, una exigencia que impregna toda su existencia, un horizonte específico de compromiso cristiano.
Ser solidarios no es otra cosa que abrirse al hermano, a aquel que tengo a mi lado, en un dinamismo de amor y generosidad que me mueve a trascender las barreras de mi propio egoísmo y mezquindad, para salir a su encuentro y descubrir sus necesidades más urgentes. Es morir a mí mismo renunciando incluso a lo legítimo, para que el otro viva (1Jn 3, 16), a semejanza de Aquel que dio su vida por nosotros (Gál 2, 20). Es compartir la carga de los demás, haciendo también mías sus alegrías y preocupaciones (Gál 6, 2). Es hacerme eco a ese tú que no sólo es un sujeto de derechos y deberes, sino que es imagen viva de Dios, miembro de un mismo Cuerpo, junto conmigo, en Cristo Jesús (Rom 12, 5).
La vivencia de la solidaridad no debe convertirse en un exigencia propia de circunstancias extraordinarias. La solidaridad comienza allí, en lo cotidiano, en las acciones ordinarias y comunes de la propia vida; en la casa, el colegio, la universidad, el trabajo, con aquellos que me rodean.
De ahí que para ser verdaderamente solidario debo empezar por ser guardián de mi hermano, corresponsable, junto con él, de su propia santificación. Para ello cuento con mi oración, mi tiempo, mi paciencia, mi cariño; riquezas invalorables que tengo para compartir.
El Espíritu Santo, que ha infundido el amor de Dios en nuestros corazones (Rom 5, 5), nos propone, a través de San Pablo, todo un programa para hacer vida la solidaridad en nuestras existencias: viviendo la caridad sin fingimientos, amándonos cordialmente unos a otros, con celo sin negligencia, con espíritu fervoroso, con la alegría de la esperanza (Rom 12, 912); alegrándonos con los alegres, llorando con los que lloran, teniendo un mismo sentir los unos con los otros (Rom 12, 15-16); no teniendo otra deuda que la del mutuo amor (Rom 15, 1-2); acogiéndonos mutuamente en Cristo para la gloria de Dios (Rom 15, 7).
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