Podemos penetrar el misterio de Dios y de su amor, en una medida limitada pero suficiente. Creciente también, diría yo, apoyándonos también en el símbolo de la amistad. Limitada, porque somos nosotros limitados. Creciente, porque siempre el amor, y cuando es en clave de amistad, en términos humanos y también en la relación con el Dios de la Vida, puede aumentar y crecer y nuestro límite se va como ampliando.
Hay una analogía entre la naturaleza y los rasgos de la amistad humana y el amor que Cristo nos ofrece y así es presentado hoy en la Palabra. Esta analogía, esta comparación, esta manera alegórica a la que podemos asomarnos, o desde donde nos podemos asomar al misterio del amor de Dios nos permite encontrar de una manera familiar y cercana este estilo indescifrable, insondable de la presencia de Dios en lo más íntimo y en lo más cercano de nosotros. Y por eso elegimos los rasgos de la amistad, lo que nos permite hablar del Dios que se nos revela y al que difícilmente le podemos poner palabras que hablen acerca de esa presencia de lo inefable. De lo insondable, y ante lo cual siempre nos sentimos como niños, balbuceando, intentando decir algo de lo mucho que supone Su presencia.
La amistad en cuanto relación es elección. Y este tal vez sea uno de los rasgos característicos del trato con Dios, al que somos invitados en la persona de Jesús. Somos elegidos, y somos llamados a elegir. Somos llamados, y somos convocados desde esa llamada seductora de la presencia de Dios en nuestra vida, a dar respuesta. A responder con capacidad de hacernos cargo de nuestro camino.
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